miércoles, 27 de febrero de 2013

VUELO NOCTURNO


VUELO NOCTURNO

Winston Churchill escogía siempre los cruceros italianos por tres razones: la atención es espléndida, la comida soberbia y, si se dan circunstancias críticas y hay que abandonar el barco, nadie hace caso de la ley de mujeres y niños primero.
El triste suceso del Costa Concordia da la razón al hedonista y práctico premier británico. Todo fue muy diferente en el ferry ibicenco encallado junto a Espalmador, la antigua base del corsario berberisco Drub el Diablo, en cuyas esmeraldinas aguas aniquiló a la escuadra del confiado almirante Portuondo.

Los pasajeros del ferry estuvieron a punto de volar a las estrellas pitiusas, pero nadie resultó herido. Es impresionante que un barco encallase cuando su capitán conoce la ruta de memoria, pero a veces tales episodios funestos suceden (el destino está en las estrellas y, a veces, en algunos consejos de administración que anhelan la prima de un seguro), y hay que felicitarse de no lamentar víctimas.

Me pasó algo parecido cuando volaba en una avioneta desde Mombasa a Kiwayu. Escoltaba a seis ouled nails especialistas en danza del vientre y portaba doscientos kilos de carne de kudu, cien de cordero yemení, cecina de elefante y diez cajas de Stoli. La avioneta Cessna se quejó al despegar por el exceso de peso y casi nos damos con un sagrado baobab. Pero lo más peligroso fue que encontramos un viento en el morro que dobló la duración del vuelo. El piloto, un cocktail italo-irlandés a caballo entre la fernet-branca y el paddy, era bueno y experimentado, pero se confió en exceso, tal vez al admirar la sedosidad de mis bailarinas, y confieso que recé a la Virgen del Loreto, patrona de los aviadores.
La puesta de sol fue rápida y pronto las tinieblas nos rodearon. No había luna salvadora. El piloto se quedó mudo durante demasiado tiempo, rumiando su mortal ligereza, y entonces supe lo que sintió Saint Exupery al perderse en su amado desierto. Las fogatas en tierra se confundían con las infinitas estrellas y uno experimentaba una estética borrachera, similar a la de los buceadores que sueñan en las profundidades confundiendo fondo y superficie.
Las danzarinas rezaban a Alá y yo, tras unas avemarías, eché mano de la botella de Delamain de mi petate. Si había que estrellarse, pues bueno, coño, qué se le iba a hacer, pero con estilo, una copa y cierta serenidad de espíritu.
La nocturnidad nos acercaba astralmente. El cognac nunca supo mejor. La boca de mis bailarinas era la flor más apetitosa del universo. Incluso una divina dormía en medio del peligro, y protestó cuando la desperté para agarrarse antes del aterrizaje forzoso. “¿Por qué me despiertas en el peor momento? ¡Si nos estrellamos, no quiero enterarme!”. Alguien bendito encendió unas bengalas para orientarnos en la noche. Y nos la jugamos a una carta, tomando tierra en una playa kilométrica de espumas fosforescentes.
Y la noche se tornó dulce.

lunes, 18 de febrero de 2013

LONG ISLAND ICE TEA

ILUSTRACIÓN: ADOLFO ARRANZ



Es curioso como de la hipocresía resultante de estúpidas leyes brotan ideas espléndidas. En España, por ejemplo, con la dictatorial ley antitabaco han proliferado magníficos restaurantes clandestinos y de nuevo se estila eso de la copa en casa antes de cenar. La gente mima su bar y su cocina porque detesta que un soplón les denuncie al encender un cigarrillo. Habrá buenas consecuencias para la salud: La comida en casa es más sana y el alcohol nunca es de garrafón.

Pero uno de las ideas más brillantes ocurrió durante otro abominable decreto yanqui, la Ley Seca. En la época que los Kennedy hicieron su fortuna, los indígenas de Long Island paseaban siempre con un té helado en sus fiestas. Eran jolgorios locos con un aire a lo Gran Gatsby. Naturalmente los juerguistas, en su lucha contra el totalitarismo, hacían el simulacro de beber té, pero en realidad la copa contenía vodka, ginebra, ron blanco, cointreau, zumo de lima y un chorrito de coca cola para adquirir el color de la infusión. El resultado es delicioso como el beso de una ondina y tan mortífero como un directo de Tyson.

Me acuerdo de tan magnífica bebida porque me es de gran ayuda en Lamu cuando alguno de mis amigos omanís me invita a comer a su casa. Ellos son tolerantes, pero sus celosas mujeres prefieren que no beba. Así que me sumerjo gozoso en el simulacro del Long Island Ice Tea. El problema es cuando una de las cuatro mujeres de mi amigo también quiere probar la jarra helada. Desde ese momento hay una adicta más al té en el mundo musulmán…

Ayer surfee las olas verdes del Indico y constaté que empiezan a adquirir una tonalidad tenebrosa. En tierra, las cigarras cantan augurando la llegada de lluvias. Tal vez sea el momento, antes de regresar a mi adorada Ibiza, de seguir con el Grand Tour africano, rumbo a los gorilas en la niebla de Ruanda, el oasis cultural de Etiopía y las maravillosas odaliscas del Líbano. Si Goethe se pasó dos años en la Italia amada por los Byron, Orsay-Blessington, Beckford (inglesi italianizatto, diavolo incarnato), ¿por qué no voy yo a disfrutar unos meses de odisea negra y especiada?

El alejamiento de los packs turísticos es un aliciente y nadie me impide encender un puro en el sagrado bar del Peponi. En Africa la aventura sale al encuentro del viajero que no cuenta los costes del gozo.

Pero hay que saber nadar. 














domingo, 10 de febrero de 2013

CARNAVAL


ILUSTRACIÓN: ADOLFO ARRANZ


El chevalier de Seingalt centra un capítulo de sus memorias en el carnaval de Venecia. Relata que, en la ciudad de los dogos, las parejas consolidadas se daban un conveniente respiro al iniciarse el carne-vale: Los cónyuges escapaban en busca de amantes, dormían en casa ajena, y nunca podían pedirse cuentas de esos días de locura pagana que entraba hasta en los cuerpos más castos.

Qué gustazo: romper la pareja y cumplir las fantasías encamándose libremente, sin complejo de culpa ni miedo al castigo, durante unos días de éxtasis dionisiaco. De eso se aprovechó bien Seingalt, que no es otro que Casanova, el amador de hembras que vivió su plenitud con alegría faunesca y siguió siempre la estela de la stultifera navis, la nave de los locos, en la que embarcan aquellos para los que la navegación no es un mero concepto de tránsito, sino una finalidad en sí misma (y en cuyo puente la capitana es una mujer desnuda que te ofrece una copa de vino). Así le fue al filósofo de la acción hasta que el destino, habiéndole concedido tantas gozosas aventuras, dobló su columna para que escribiese, desdentado pero no destetado, sus fascinantes memorias. En caso contrario nunca se hubiera sentado a escribir: él prefería vivir. Sequere Deum.

 El carnaval es pues la válvula de escape; la salida danzante de los demonios; la apertura de la Caja de Pandora del subconsciente. Aparte de la etimología carrus navalis (¡Viva Baco!), asociado a las ideas de orgía, travestismo, violación de la razón y el deber dominado por los apetitos y la sensualidad. Paul Morand: Al final de la pendiente de los muslos, tan fácil de descender, el cucurucho untuoso… Y la sabiduría sensual del carnaval transforma tal pendiente en un jubiloso eslalon.

Es un retorno temporal al caos primigenio para resistir la tensión ordinaria que impone el sistema. Las saturnales romanas, con el intercambio de personalidad entre amos y esclavos, con su inversión del mundo como el orden boca abajo de una carta, son el precedente del liberador carnaval.

Solo los cretinos desprecian el valor de las  máscaras. La palabra persona originalmente quiere decir máscara, con lo que somos todos una panda impostores que representamos una comedia a lo largo de la vida. A eso podría reducirse la psicología: al campo de la impostura. Viéndolo así, es solo en carnaval cuando nos atrevemos a ser auténticos. Prestad atención a los disfraces de vuestros amigos y vislumbraréis algo del verdadero yo que mantienen oculto tras la superficie de su aparente personalidad. Pero que el juicio no sea demasiado severo: el carnaval es como un recreo entre las clases disciplinadas y los chivatos son los únicos que van al infierno.