lunes, 29 de abril de 2013


NEVER COMPLAIN, NEVER EXPLAIN

 

No existe nada más pelmazo que un aspirante a artista que pretende explicar su obra. La obra, o se explica por sí sola, o no puede entenderse jamás. Recuerdo una dulce estancia en la pecaminosa Buenos Aires, cuando visité a una amiga en su taller del barrio de Palermo, un antiguo centro de la bohemia hoy invadido por globalizadas cadenas de ropa y bares en los que no te permiten fumar.

Lo que pintaba mi amiga no valía un pimiento, pero al menos no tenía la vanidad de querer explicarlo. Por otra parte, ella sí que era una obra de arte: hembra ágil y poderosa de corazón indio, ojos negros y brillantes como carbones encendidos, conversación chispeante y maliciosa, talle de bailarina de polka y húmeda sensualidad de tango canalla y sentimental.

 El taller era lo que se puede esperar del taller argentino de unos niños mimados que quieren ser artistas: una casa estudiadamente bohemia con eterna música (al parecer el silencio les duele) del piano de Keith Jarret. Pero había cierto ambiente y los ex yuppies metidos a pintores se entretenían obteniendo resultados espantosos, sin pretender cortarse las venas si no obtenían un reconocimiento universal.

Pero otra cosa era “el maestro”, un tipejo que me hizo pensar en esa boutade de que el ego es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro. Era empalagoso y más cursi que un repollo, e inmediatamente me cogió del brazo con la intención de explicarme su obra, sus vídeos, sus instalaciones, sus exploraciones “a lo Pollock” y sus pedos pictóricos.

 Tal vez yo hubiera tenido un poquito de paciencia con el maestro  de una amiga que me interesaba carnalmente, pero como me acompañaba Luis Racionero, quien tras su largo trato con la gauche divine, no está para coñas, le dimos a entender que no gastase saliva, que con lo que veíamos sobraban las explicaciones.

 Cortar por lo sano la verborrea de un fantoche que va de artista es algo ciertamente peligroso: se transforma en tu enemigo porque no admite la indiferencia, se torna agresivo por el anticlímax del coitus interruptus de su soporífero speech. Pero de algo estoy seguro: mucho peor resulta aguantar la diatriba de su presencia vampírica.

 Inmediatamente fuimos declarados personas non grata y escapamos felizmente de aquel campo de concentración de reprimidos burgueses. Pero, ya que nos habían declarado la guerra, antes convencimos a la mayoría de estudiantes de que su mentecato maestro asesinaría la poca espontaneidad creadora que les quedaba. A menudo, los que te quieren enseñar, solo pretenden uniformar la creatividad y por eso se la cargan.

Mi amiga, que, como he dicho antes, era la única obra de arte de aquel taller, se vino con nosotros a mostrarnos las maravillas de la gran ciudad y descubrimos verdaderos artistas sin pose yanqui-yonqui.

Never complain, never explain. ¿De qué sirve lamentarse o explicar tanto las cosas? Los catalanes dicen que quien no llora no mama mientras que los argentinos aseguran que el que no mama es un gil. Es posible, pero en el arte lo ideal es razonar intuitivamente y comprender de manera instantánea.
 
Coito ergo sum.

 

martes, 23 de abril de 2013


AMBROSIA LITERARIA

 Lo de regalar un libro y una rosa es una bella tradición que a mí me gusta enriquecer también con una botella de vino, y no solo en San Jorge. A los dragones de la vulgaridad se les vence con la buena literatura y es una forma maravillosa de conocerse mejor a uno mismo. A ver si convencemos a los pedantes educadores que recomienden leer libros ad hoc en edades escolares, porque es un amor eterno.

A mí me han salvado literalmente la vida, varias veces. Y confieso que he brindado con vino dionisiaco junto al viejo cantor ciego de Quíos (aunque la ceguera de Homero es solo el “signo exterior de la luz interior que le llena y le permite ver las cosas que los demás no pueden ver”; lo sé porque pude verle sonreír en cuanto se acercó al fuego una Dama de las Camelias que no usaba más perfume que el de su belleza resplandeciente de hetaira envenenada); he navegado junto a Long John Silver y ese narrador de historias al que en los mares del Sur bautizaron como Tusitala; paseado por bucólicos bosques con Dafnis y Chloe que me hacen echar los tejos a toda tierna pastora con cierto aroma a flaó; he gritado bien alto la consigna Remember! junto a Athos, pellizcado a las posaderas y bebido cien jarras de Borgoña con Porthos y lucido los perfumados pañuelos de seda de Aramis; me he enamorado de Haydee y besado los pechos de Cleopatra; he descubierto la Atlántida en mitad del desierto del Sáhara y perseguí a su descendiente regia, Antíope de Antrim, hasta la Calzada de los Gigantes; blandí el sable junto a los hidalgos de Monforte y me embarqué en Lepanto  con el bravo Don Juan de Austria; recité en Italia los versos amantes de Garcilaso de la Vega y brindé con el cráneo de Shelley; quemé las naves en Veracruz en eterno camino hacia delante y seguí a un  guerrero de la estirpe de Aníbal y Alejandro, Hernán Cortés: la gesta en el Nuevo Mundo fue posible gracias al amor de sus mujeres que deseaban ser abrazadas tras la cópula, como relata Bernal Díaz del Castillo; navegué en la Victory con Horatio Nelson hasta admirar la piel de melocotón de la hermosa Lady Hamilton; he peleado en riñas de borrachos al lado de Quevedo y aprendido la estocada secreta del duque de Nevers; he visto un leopardo cubierto de nieves en lo alto del Kilimanjaro y participado en safaris junto al whitehunter Dennis Finch-Hatton; me deslumbré en la cuna del relámpago, los altos de Machu Picchu, leyendo los versos de un poeta eternamente enamorado del amor que cantaba abriéndose paso entre los muslos de una mujer como surcando la tierra; me he estrellado contra molinos de viento porque sé que todo caballero andante, de alegre o triste figura, está obligado a luchar aunque no pueda vencer; he nadado por los más peligrosos estrechos de la cordura junto a Lord Byron; escalado a las cumbres borrascosas y bebido champagne helado por los Himalayas en compañía de Mallory; he besado el velo de la diosa Tanit que custodiaba la telúrica sacerdotisa Salambó; aspirado el aroma de las flores malditas mientras era hipnotizado por el hada verde de la absenta; he domado caballos en Tintagel y, tras la copa que me ofreció Ginebra, erré junto a Lanzarote del Lago hasta la celta Galicia; he escuchado el más sublime canto de Isolda mientras me sumergía en el interior de un iceberg que escondía el tesoro de un drakkar; despertado en la cubierta de tres carabelas bautizadas con el nombre de las putas más famosas de Cádiz que cruzaron Plus Ultra; he escapado de novias pesadas escondido en los carromatos de los alegres zíngaros; cabalgado por las estepas rusas hasta bañarme con Taras Bulba en las gélidas aguas del Dnieper; paseado por el filo de la navaja como un traveller in romance; me he jugado todo en la asesina ruleta junto a Aliosha y sus demonios; he surfeado el maremoto que arrasó al mundo pirata en Port Royal; comprendí que el deseo es eterno al ver a un octogenario Goethe suspirar por la adolescente Margarita; he podido entender el canto de los pájaros porque me he bañado en la sangre del dragón de Sigfrido; he bailado el vals con Lucrezia Borgia en el palacio del príncipe Salina; visitado los burdeles venecianos en compañía del chevalier de Seingalt y el marqués de Bradomín, el Don Juan más admirable porque era feo, católico y sentimental; admirado la fuerza indomable y sabia de la vida yendo de farra con Falstaff; asido rayos de luna de Bécquer y, como un gallo escapado, vivo hechizado por la mirada verde de Isis…

Sí, el sueño de Beethoven era cierto: Realmente es posible vivir mil vidas.    

 

 

 

martes, 16 de abril de 2013


 INSOMNIO EN PARÍS
 

Suena April in Paris. Escribo esta crónica en la terraza soleada de una buhardilla que se abre a la formidable Plaza de los Vosgos, en pleno corazón del Marais, concretamente en la rue de pas de Mule, por donde pasaban las mulas cuando monsieur Porthos du Vallon bebía jarras de borgoña y pellizcaba el culo prieto de las coquetas taberneras. Desde estas líneas gustosamente doy fe que el culo de las taberneras parisinas no ha cambiado nada en el intervalo de cuatro siglos que hay entre el bravo mosquetero y este vanidoso escritor.

No he dormido nada en toda la noche porque tenía cosas mejores que hacer y escribo con una botella de Pol Roger—el champagne favorito de Winston Churchill, un premier que nunca hubiera tolerado las totalitaristas leyes antitabaco—a punto de dar su último suspiro para mezclarse con las bocanadas espirales (lo bello es lo azul) que salen del Rey del Mundo que estoy fumando.

Afortunadamente la bodega está bien provista. Como el alcohol aguanta mejor que los huevos y los tomates, desisto de cualquier avituallamiento comestible más allá del camembert. Además, jamás he sabido cocinar y me gusta ir a las braseries donde saben distinguir al viajero hedonista del turista aborregado, donde te dejan fumar (si acarreas con la multa en el improbable caso de que surja un gendarme con malos humos, merece la pena jugársela) y no mutilan las fotos de Jaques Tati cambiando su pipa por un chupachups.

Victor Hugo vivía aquí al lado y brindo por la gitana Esmeralda que ronca suavemente como si cantase soñando en el desordenado dormitorio. Desde mi atalaya puedo apreciar que tiene una luna tatuada en su tobillo izquierdo. Es curioso que no me haya dado cuenta hasta ahora.

Anoche conocí a la reencarnación de Cleopatra bailando en Maxim´s. Es una mezcla de nibelunga y araucana nacida en Egipto. Dos hemisferios que convergen en el delta de Venus. Naturalmente me presenté como Marco Antonio y pude captar un destello sonriente en sus ojos atigrados. Fui abandonado como en la pasada batalla de Actium, pero confío que regrese porque no se puede ser alegre y vanidoso sin esperanza.
 
La gitana protesta en sus sueños. Habrá intuido mi adulterio imaginario. Dicen que es tan celosa que incluso acecha e interroga a los amantes dormidos por si suspiran otro nombre en el catre. Si semejante desliz sucede, ella les administra un bebedizo que los deja atontados y sin voluntad, como el famoso trago que las payesas ibicencas dan a los maridos que zanganean por faldas ajenas.

 Pero ahora ella duerme y yo escribo, aguijoneado por las finas burbujas del vino y el pesado aroma de los juegos prohibidos.  El alcohol es el mejor antídoto para conjurar las fiebres pantanosas…

 

martes, 9 de abril de 2013


NAUFRAGIO VENECIANO

 
He salido huyendo de Dubai y sus pepinos arquitectónicos. Foster, Nouvel, Calatrava, Rogers y demás ralea suplen su falta de imaginación con las viñetas de Flash Gordon y Gotham City,  montando en el desierto una especie de parque temático para los enemigos de la armonía y las sagradas proporciones. Si uno quiere nadar en una mar que no sepa a cal o esquivar las tormentas de arena (en realidad son de cemento) tiene que largarse al interesante sultanato de Omán.
¿Dónde podía recuperarme de tal paliza antiestética? Pues nada mejor que en Venecia, donde estuve cantando mariachis y napolitanas en piazza San Marco, acompañado generosamente por la orquesta moldava del Florian. Qué maravilla, qué cambio, uno se siente a gusto y pasea sin ahogarse con nubes de amianto, no hay que esperar a una cierta hora para tomarse un negroni y las venecianas hacen honor a su fama sensual.

Los Emiratos están bien para los adictos al trabajo (el negocio es la negación del ocio) y los modernos que ignoran que ser original quiere decir volver al origen. Eso es algo que no comprenden las rameras arquitectónicas que se venden a una supuesta modernidad.

Así que he peregrinado a refugiarme en la patria emocional de Byron, Casanova, Wagner, Corvo, Ruskin, Regnier…, buscando allá donde acaba la pendiente de los muslos esos cucuruchos untuosos que gustaba Paul Morand, donde se rinde culto a la diosa del mar y los mercaderes brindan por Marco Polo con bebidas un tanto empalagosas, a las que hay que agregar un chorrito de ginebra.
Es una buena forma de ir acercándome de nuevo a las divinas Baleares, antes que las delirantes prospecciones petrolíferas (¡a treinta millas de Ibiza!) amenacen teñirlas de negro. Los cochambrosos políticos no se dan cuenta que tal permiso es peor que un crimen, ¡es una estupidez!
Pero en Venecia piano, piano; o pole, pole, como dicen en swahili. El tiempo sonríe y como todavía no han llegado los cruceros con sus manadas de turistas y tiburones que siguen la estela de su basura, es un gozo pasear por un decorado de ensueño y brindar por malditos y cortesanas.
¿Cuánto tiempo durará esta maravilla? Dicen que cada año se hunde un poco más, como el culto a la belleza en el resto del mundo. Pero mientras emerja hay esperanza, que rige la ley del péndulo, tal y como me informa una divina fornarina que he encontrado en Harry´s Bar. Al quinto Martini (dos son pocos y tres demasiados, reza la regla) confiesa que escapa de su marido para que la oscilación pendular permita que siga amándole: Las diosas no pueden permitirse ser fieles porque su eternidad sería terriblemente aburrida.
Como el plebeyo totalitarismo aprisiona Europa con la prohibición de fumar en los bares, propongo a la divina fornarina una escapada conjunta.
 E il naufragar m´è dolce en questo mare.

 

 

 

 

martes, 2 de abril de 2013


CÓCTELES LÁCTEOS


COCTELES  LACTEOS 

El kasikazi ruge como Simba en la sabana y ha arrastrado nuestro dhow a la orilla de la costa somalí. El viento es tan salado como un tequila y resulta ciertamente embriagador, pero algo en el aire guarda una promesa dulce. Los aviones espía de los yanquis sobrevuelan nuestras cabezas mientras unos indígenas se acercan con paso elegante. ¿Qué aventuras nos ofrecerá esta escala? ¿Un pirata bebedor de palm wine que corta la garganta como una cimitarra? ¿O tal vez unas huríes capaces de endulzar el océano Indico con una sola gota de su saliva? (Algún día las fotos satélite serán enviadas a la oficina para probar tales experiencias).
Son en realidad los pastores de un rebaño mixto de saltarinas cabras y vacas escuálidas que se acercan hasta el mar para tomar sales de baño. La sal permite que no se deshidraten y da una consistencia especial a la leche que estas generosas y sencillas gentes nos obsequian. Mi barman propone inmediatamente un Irish Coffe y debo reconocer que el puntito de leche caprina se adereza maravillosamente con el Bushmills. Mientras tanto, nuestros anfitriones mascan el khat que les ayuda a digerir las escasas calorías del día.
Ha caído la noche y compartimos unos atunes pescados antes de que saltara el kasikazi. La pesca local es más fácil desde que los fieros piratas abordan a las flotas de altura. Los cantos calman al viento y el crepitar del fuego alienta la conversación. Un viejo pastor, que sabe mucho más de lo que aparenta, me cuenta la razón de que alguna gente de la costa este africana posea rasgos orientales: Los chinos hicieron unas curiosas expediciones hace quinientos años, entre 1405 y 1453.  Las mandaba el almirante Zheng He, un eunuco musulmán de origen mongol. Navegaban en 37 gigantescos juncos, de una dimensión diez veces mayor a los barcos europeos del mismo tiempo. Pero entonces China renunció al imperialismo, convencida de que el resto del mundo no estaba maduro para ella. Se encerraron tras su muralla, considerando al resto del planeta como una panda de bárbaros. Hasta hoy, que parece que sí que están interesados, porque te los encuentras por todo África construyendo carreteras a cambio de concesiones mineras.
 Amanece, y la subida de la marea ha liberado el dhow, que navega nuevamente alborozado. Pero la ausencia de ginebra nos obliga a desviar el rumbo y hacer una parada estratégica antes de enfilar a Zanzíbar, tal vez en Watamu o Malindi, esa franja tan inundada de italianos como Formentera en ferragosto.
Gracias a los cocos que nos arrojaron unos noctámbulos chimpancés, mi  barman prepara a bordo una sorprendente piña colada, un cocktail que yo creía para señoritas, pero que es refrescante, potente y vitamínico. Cierto es que pone triple de ron antes que leche de coco, y así la copa permite admirar mejor la playa kilométrica de arenas blancas, como una mulata de sonrisa de caimán cortejada por Corto Maltés.
¿Qué más da el destino cuando se goza de una buena travesía?