jueves, 28 de agosto de 2014

LA POLACA DE WALTER BENJAMIN
 

Una polaca vertiginosa entró en el bar Migjorn, en Ibiza. Se acercó a la barra y ordenó dos copas de una temida ginebra de setenta grados. Paseó una mirada refulgente sobre la asombrada concurrencia antes de apurarlas en un par de tragos. Luego cerró los ojos relamiéndose y barbáricamente retó: “¿Alguien se atreve a beber conmigo?”.

El filósofo Walter Benjamín recogió el guante porque pese a toda su serena inteligencia tiran más dos tetas que dos carretas. El hombre más cerebral queda siempre desnudo como un niño caprichoso ante la aparición de una diosa ligera de cascos. Una Ishtar que sonríe a quien decide seguirla al borde del precipicio, donde flota un mensaje como señuelo burlador de caballeros errantes: “¡Salta! no es tan ancho como parece.”

 Walter Benjamín experimentó el raptus y, ante el asombro de sus amigos, traicionó su consciente sobriedad. Bebió a la polaca en su ginebra, sintiendo dos balas de plata perfumadas de enebro entrando en su palpitante corazón.

Resistió unos minutos más la acariciante mirada de la divina traviesa y salió a trompicones al exterior. Allí se tambaleó y fue sujetado por su amigo Jean Selz. Durmió la mona soñando navegar por mares lunáticos con damas de armiño.

A la mañana siguiente despertó temprano y (¿complejo de culpa?) escribió una nota lamentando su comportamiento. Marchó a su casa de San Antonio, probablemente a darse un buen baño en la bahía.

Debo preguntar al poeta Vicente Valero sobre este episodio de la vida de Benjamín. ¿Cómo uno de los filósofos más lúcidos del disparatado siglo XX cayó en la tentación de semejante reto alcohólico? Probablemente responderá que la poesía es la facultad más poderosa del mundo y la polaca estaba literalmente para bebérsela. 

La noche permite seguir estelas imposibles durante el día. Todas las gatas son pardas y el velo de Tanit descubre poderosos motivos del corazón que la razón desconoce. A veces cae uno bajo el influjo de lo mágico y se sueña un avatar de sí mismo…, especialmente si suena la música mágica del grupo cubano Van Van. Su  maravilloso ritmo es energía contagiosa que invita al gozo de vivir, todo lo contrario de los vampíricos pichadiscos electrónicos. Escuché a Van Van en La Casa de la Música, en La Habana. Bebí daiquiris enamorados mientras bailaba a lo derviche, y hoy declaro fervorosamente que merece la pena aguantar un poco más en pie para alcanzar las promesas divinas.

 Como sabía el mago Cela: el que resiste, gana.

 

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